Una mañana cualquiera en un enclave de la España interior. Silencio, quietud y carámbanos en los tejados. Las calles reposan semivacías, un tendero ambulante se detiene en la plaza y el panadero toca el claxon a modo de reclamo rutinario. No hay colegio ni comercios. El consultorio médico abre dos veces a la semana y la cobertura móvil no funciona bien ni con la compañía que durante décadas ostentó el monopolio de la telefonía en España.
Esta introducción es un arquetipo de las aldeas que abundan en la geografía rural de nuestro país. Desde las montañas de Lugo hasta el Maestrazgo de Castellón, desde las cimas del Pirineo oscense hasta la Jara y los Montes de Ciudad Real, desde Asturias hasta Molina de Aragón. No es un retrato almibarado, pero tampoco ajustado a la realidad de aquellos rincones que ilustran la imparable desertización del 53% de la superficie española.
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